miércoles, 26 de septiembre de 2012

MI GUÍA. (Donde el dolor se vuelve silencio, ahí estará Él...) El valle blanco acosaba la vista. Los árboles cargados, descolgaban sus brazos cual albas cortinas de terciopelo. Apoyada en mi cayado recorría el camino de nieve. Mi traje de pieles se pegaba a mí, protegiéndome del frío, de la cabeza a los pies. Mi corazón galopaba en los campos del estío. Feliz, sentía que una nube bajaba del cielo y desbordaba sobre el valle de pinos de sur a norte, de este a oeste, todo lo que mi corazón sentía... ¡Estaba allí! Más arriba, las montañas blancas me saludaban detrás de las nubes que pasaban lamiendo sus picos suavemente. A mi lado, mi guía. Ávido como yo de libertad, buscaba junto a mí su morada. Caminaba lento, sus patas hundiéndose en la nieve, su costal pegado a mi pierna derecha. La mirada aguzando el terreno blanco. Sus ojos azules adivinaban cada paso, divisaban la figura de sus pares. ¡No le temía! Sin preámbulos, en alguna parte de la historia de ambos, se cruzaron nuestros caminos. Nos confundimos en un abrazo de miradas agudas, nos aprendimos, nos comenzamos a amar en los profundos silencios de la nieve. Yo le prometí proteger su existencia y él me prometió cuidar mis pasos en la vida. No nos pusimos nombres. Creo que la amistad, la cercanía nos dio todo lo que precisamos para saber cuando nos necesitábamos. Aprendí el silencio mientras él aullaba a su manada. El aprendió mi soledad cuando el frío congelaba en mis mejillas las lágrimas. Ése era todo nuestro idioma. No hacía falta nada más. Hacía demasiado tiempo que la soledad viajaba a nuestro lado. Creo que estaba tan blanca como todo el paisaje que recorríamos. En un pequeño lago helado de la vera de aquel paisaje, donde el destino nos empujaba, me acerqué a beber algo de agua. El espejo frío me devolvió una imagen encapuchada con pieles blancas que cubría los cabellos y casi todo el semblante. Los labios se veían resecos, agrietados por el frío. Los ojos habían cambiado la mirada de una tristeza profunda a una paz que calaba hasta los huesos. ¡Sonreí...! La imagen me devolvió la sonrisa de dientes blancos y labios heridos. Dos cristales salados cayeron al agua y se mezclaron con el hielo. La imagen aún así no estaba triste. Junto a ella estaba él, viéndose, viéndome en silencio. Su mirada azul, detrás de su pelaje blanco estaba calma, más calma y en paz que cualquier otro día. Me sentí tentada a tocar ese rostro en el espejo helado. Cuando lo hice, ésta se quebró en mil pedazos y los cristales salados se hundieron hasta el fondo del pequeño lago. Cuando las aguas se aquietaron, el asombro se pintaba en la imagen, pero él seguía paciente mirándola tranquilo y tiernamente, tal vez pensando en sacarla del agua de un tirón. Era un camino de hielo blanco, como su pelo y los copos que caían sobre mi espalda. Ambos resistíamos el lento pero tesonero caminar. Era importante la meta. Era importante seguir la huella sin marcas que el destino deja delante de cualquier ser que transita por la vida. La mañana estaba luminosa. Desperté algo entumecida dentro de la cueva que nos sirvió de refugio aquella noche. Mi cabeza, como siempre apoyada en el piso, enfundada en la capucha de piel, y mis pies bajo el cuerpo tibio de mi compañero de viaje. El parecía no sentir el rigor del frío. Sólo esperaba ansioso llegar a lo alto de las cimas y reencontrar a su manada. Mientras me movía tratando de incorporarme, me miró con sus ojos azules, me interrogó seguro, sobre nuestra tarea del día. Se levantó, estiró su cuerpo blanco, volvió a mirarme y saltó fuera del refugio. Atiné a encender un pequeño fuego para hacer alguna comida; sabia que él vendría con alguna presa entre sus dientes. Un ruido como de un trueno cercano, me alertó los sentidos dejándome tiesa por unos segundos. Me acerqué a la tosca puerta mirando en derredor. Como un eco, nuevamente escuché otro sonido como el anterior. Salí a medias del refugio, no estaba por llover. Contrario a eso, el día era soleado y un cielo azul se mostraba radiante desde el naciente. Desde el techo del refugio metido en el costal de la alta montaña, gotas rojas cayeron sobre mis manos apoyadas en el umbral. Salté fuera mirando hacia el techo del montículo. Él me miraba con un pichón de pato salvaje entre sus diente. Desde lo alto, sus ojos azules comenzaban a apagarse lentamente, mientras de su pecho blanco burbujas rojas salpicaban la nieve. Dejó caer el pichón y fue cayendo despacio sobre el piso nevado...¡Corrí hacia él! La herida cruzaba su garganta de lado a lado. Encima de su lomo, una herida expulsaba las últimas gotas de sangre de su cuerpo. Me arrodillé a su lado. Nuestros ojos se vieron. Cada uno emprendió el viaje en las profundidades del túnel de cada mirada. Su última mirada, se clavó en mi pecho como una flecha afilada de acero ardiente. Mis manos se tornaron rojas. Sobre el blanco pelaje la nieve comenzó a cubrir de copos aquel traje sin vida. Di mis últimas caricias. Mis ojos se clavaron en el horizonte sin ver nada más que cristales rotos, deslizándose por mi semblante. Una mano enguantada en cuero negro, tocó mi hombro. Su dueño portaba un arma larga y su mirada era de satisfacción y orgullo. -No tema-dijo-¡Ya no le podrá hacer daño! Es un lindo ejemplar, casi de los últimos lobos blancos en extinción, suelen ser agresivos y malvados. Tiene una buena piel, me darán unos cuantos dólares por ella... ¿Necesita ayuda? -¡Máteme! ¡Máteme por favor!-dije apenas en un susurro indescifrable. -¿Está Ud. Enferma? Le llevaré al pueblo más cercano. Deberá caminar hasta mi trineo. El dolor se clavó en mi pecho de pronto, quebrando con tanta agudeza mis sentimientos, que las palabras huyeron de mi boca abierta. Solo un aullido, un grito de angustia desesperado. Un aullido que se fue rompiendo el hielo, surcando las montañas y la nieve, como una llamarada. Desde algún lado otro aullido, otro y otro aún más cerca, respondieron. Estaba de rodillas ante mi guía, el gran lobo blanco... Gotas transparentes desbordaban mis ojos y resbalaban hasta cubrirlo como una mortaja de cristal. Me sentí inmensamente sola, abandonada a la nada, sin el corazón latiendo en el pecho. Parecía que aquel balazo no hubiese arrancado solo un corazón de lobo, sino también el mío. Así de rodillas, incliné hasta su cuerpo ya casi frío, mi cuerpo conmovido, doliendo el pecho. Mi garganta quiso gritar, pero el silencio cerró su paso ahogando el grito. Solo los ojos podían hablar ahora, escribiendo una historia de amigos inseparables con letras saladas sobre un montículo en medio de la nieve, al pie de la gran montaña. El dueño de la mano enguantada, dejó caer unas sogas a mi lado. Quiso atar a mi amigo de sus patas. Sentí que mis facciones se endurecían y mi boca mostraba dientes. Sentí dolor. Una mueca de llanto se dibujó en mi rostro sin poder emitir sonido alguno. El hombre me empujó a un costado. Rodé a un lado, la respiración agitada. Me incliné en cuatro patas como una fiera a punto de atacar y vi que sus ojos se fijaron en los míos. -¿Qué diablo eres? ¿Un indígena? Me llevaré mi presa, vete, ya no te acercaré al pueblo. ¡Vete! Caí sobre él casi sin saber como, mis manos rojas hechas garras heladas. Con un solo empujón rodé nuevamente al helado piso. Le vi levantar su arma apuntándome al pecho. En un aullido, me escuché gritar-¡Mátemeeee!-El eco lo repitió perdiéndose entre las montañas heladas. Cerré los ojos, lentamente desprendí mi chaqueta de piel cubierta de nieve. Volví a abrir los ojos y desde mi niebla de dolor, extendí mis brazos esperando escuchar aquel sonido que se llevó a mi guía, mientras le mostraba mi pecho, el lugar exacto donde apuntar su maldito instrumento mortal. Cuando mis ojos comenzaron a cerrarse, mientras el sol me daba su tibieza, sentí unos hocicos fríos recorrer mi frente, con pequeños aullidos. Me lamían. Patas heladas apretaban mi pecho. Ojos azules me miraban profundamente... El sol calentaba mi pecho cubierto de angustia, dolor y sangre. Volví la cabeza y vi un arma cerca de mí. Un poco más lejos despojos de algo de color rojo. Un lobo blanco se acercó a mí, lamió mi rostro, enfocó sus ojos con los míos y supe... Ya no estaba aquí. Acababa de abandonar el camino oscuro del egoísmo y la traición. Ellos estaban conmigo. Mi guía vendría más tarde, cuando su mirada se encendiera nuevamente. El sueño me llenó los cuencos de los ojos, desbordándolos. El sol se apuró detrás de una nube, dejando la sombra helada de la soledad cubriendo la que fue mi casa. Dos pasos más adelante, él me esperaba. Le miré a los ojos, sonreí... Ahí estábamos. En el lugar de los sueños, en el lugar que juntos buscábamos afanosamente, desde hacia tantos años. Nuestros ojos se hundieron en túneles azules y negros, juntos, viéndonos profundamente nos dijimos lo que nadie pudo oír. Solo el silencio continuó a nuestro lado. Él se apoyó en mi pierna derecha como siempre y yo en mi cayado. Caminamos. El sol nos vio por un segundo y volvió tras su nube. Una manada nos seguía. La tierra se cubría con su manto blanco, como siempre. A lo lejos, un arroyo blanco, y cerca de él un pequeño lago reflejaba la imagen de una mujer y su Guía blanco. Las nubes surcaban el cielo empujadas por una brisa ligera. Colina abajo, una mujer y un lobo blanco parecían dormidos sobre la nieve. A unos metros un hombre destrozado, con sus manos de negros guantes y su cuerpo hecho jirones. Bajé mis ojos hasta los suyos y él elevó su mirada hasta los míos. Ahí estábamos, recorriendo otro lugar, en aquel tiempo, el otro. El tiempo de los tiempos... Nelli E. González. 10/04/2010 ENTRADA DE BLOG DESTACADO EN CERCA DE TI.