miércoles, 29 de septiembre de 2010

EL COFRE

Siete pares de ojos miraban dentro de un cofre adornado con rebuscados arabescos. Lustrado prolijamente, estaba sobre una mesita de mármol antiquísimo.
En absurda burla alguien había depositado en él, un hermoso ejemplar del libro Don quijote de La Mancha.
Una rebuscada encuadernación, una delicada dedicatoria y firma indefinida.
Una sombra se perdía por detrás de las amplias puertas de la gran mansión, dejando retumbar en el aire, una peculiar carcajada irónica.

Cruzando el camino prolijamente hecho de piedra laja y mármoles rotos había un gran aljibe.
Todo en derredor era bellísimo. Hermosas enredaderas, hibiscos en flor, calas y delicadas rosas bordeaban el camino.
Rododendros altivos más allá de las aljabas que colgaban desde las dos pérgolas del terreno.
Una farola iluminaba por las noches la fontana antigua que daba un toque mágico al peculiar arreglo de aquel lugar.
Una mejorana al final del hermoso sendero esparcía su aroma.
Dos golondrinas esperaban la llegada del verano, junto a un pinzón.
Sentada sobre la baranda que protegía de los altos riscos, una rapaza de raída vestimenta que demostraba su peculio solo al verla ligeramente; lloraba lágrimas de cristal.
El río allá abajo zigzagueante, recibía aquellas lágrimas y los quiméricos lamentos.
Cerca de ella, como un duende escondido entre la sombra del paisaje soleado, un querubín la escuchaba en silencio.
Vestido con traje fino, enviaba hasta ella mensajes de amor en alas de las falenas que inquietas revoloteaban en el ambiente pleno.
Delicados ojos de cielo veían la dulce figura insignificante a otros ojos. Sus cabellos bermejos se sacudían al viento, viendo el velo oscuro que cubría los hombros de su admirada.
Observaba la figura delgada, su rustiquez y sin embargo, lo embriagaba la ternura.
Portador de un secreto místico, amado niño de piel de luna, olvidando su origen deambuló vacilante hasta ella.
-¿Quién no amarte puede? ¿Por qué corazón tan triste?
-Me han acusado de robarme algo del salón de tu casa. No soy yo mal agradecida para tomar algo que no es mío. No debieras estar aquí. Si nos ven dirán que te he seducido.
-Cae la tarde hermosa princesa. Pronto caerán también sus sospechas y tú ¡serás libre mi púdica sultana! Tú que me arrastras por estos lugares. Es por lo único que frecuento estas tierras. ¡Vendrás conmigo a mi palacio!
-No soy mujer de palacio y ¡lo sabes! Solo soy una plebeya. Vete antes de que otras culpas caigan sobre mí.
-Vendrás conmigo al final del día. Tengo lo que había en el cofre. A ti ya no te acusaran y yo soy el dueño de lo que allí había. ¡Vendrás conmigo!









Un blanco potro con las bridas sueltas pastaba cerca. Tomole la mano, aterida la joven plebeya.
Con poco esfuerzo la alzó hasta las bruces del animal. Ágilmente montó.
Al viento sus cabellos eran banderas rojinegras. Cuerpos jóvenes de albas mentes. Entre ambos una maleta, que ella aferraba con fuerzas.
A paso ligero su corcel caminó rumbo al amplio camino bajo la alameda. Cruzó el campo baldío, coronado de espinillos y tomó el camino largo que llevaba al cruce del río.
La noche ya tendía sus vestidos de seda oscura sobre ellos, arreboles se veían en el horizonte. Guiñaban los faros a lo lejos.
¡El puente estaba cerca!
Una sombra cruzó el camino. Un trago amargo recorrió la garganta plebeya. Una osada bravura, encabritó la mano del príncipe.
-¿Quién anda allí?
Silencio, le respondieron las riberas del río opaco, que mostraba estrellas en su lecho. Galope a lo lejos, ladridos de perros en ecos lejanos. Brusca arremetida hacia el puente.
Solo unos metros los separaba de la libertad.
-¡Olvidas tu linaje príncipe! ¡Esa plebeya no te pertenece! Yo la he comprado antes que tú llegaras. ¡Es mi propiedad!
Una flama de odio se mecía en los ojos del arrogante. Obstinado emblema era su espada.
El blanco corcel cruzó apenas el puente hasta la otra orilla ¡Sin su carga!

Junto al hermoso paisaje del día nuevo, un blanco potro pastaba. En el blanco de su pelaje oscuras manchas rojizas.
Cerca, un cuerpo sin vida cubierto de albo lino, un agonizante amado le daba postrero abrazo.
Siete pares de ojos reflejaban aquella escena. Siete mentes que acusaron, pedían absurdo perdón.
Sólo una carta rezaba juramento tan leal.
Nadie atinó a salvar lo insalvable de aquel día.
Un eco, entre sollozos y risas, un lamento póstumo, se escuchó vagar por los rincones ahora marchitos y tristes, de la hacienda bien cuidada, de aquel Príncipe Heredero y su princesa robada.

(2do.premio Certamen de Narrativa 2009, La Casa de los Poetas)

No hay comentarios:

Publicar un comentario