martes, 17 de agosto de 2010

MAL SUEÑO



Era lunes.
El sol no se había despertado.
Los pájaros comenzaban sus primeras melodías desde el árbol frente a mi casa.
A lo lejos se escuchaba el ladrido de algún perro callejero que correteaba a otro.
Las campanas de la Iglesia dieron las 6. Yo me revolví en la cama sin ganas de levantarme.
Con desgano afronté la tarea de empezar a moverme e iniciar el viaje a mi trabajo, luego de un largo trayecto en subte hasta la empresa.
Camino al subte, la calle se apretujaba con gente que se enganchaba en los paraguas tratando de evitar la llovizna que logró ganarle al sol esa mañana y de la cual, no me había percatado.
Las baldosas flojas escupían chorros de agua gris al pisarlas.
Las escaleras de la parada, resbaladizas y cubiertas de mugre, parecían querer atrapar mis zapatos.
El ruido de las máquinas se hizo sentir inmediatamente. Salté dentro del primer vagón tratando de no llegar tarde o quedar atorada en las puertas que en cada estación iban devorando uno a uno los pasajeros.
Adentro olía a ropa húmeda y un hedor acre recorría los vagones. Los frenos chirriaban. Al cruzarnos con otro tren que volvía se producían sacudidas que me movían las vísceras de un lado a otro haciéndome sentir mareada.
Cuarenta y cinco minutos más tarde descendía de aquel medio de transporte que me asqueaba.
Al subir las escalinatas hasta la calle principal la lluvia que ya era intensa, cayó sobre mi rostro como bofetadas transparentes. Un viento helado me despeinó.
Me apreté el abrigo tratando de no mojarme más de lo necesario. Solo a unos pocos metros mis zapatos dejaron de resistir el aluvión que a cada paso arremetía contra ellos. El sobretodo tampoco resistió por mucho tiempo. Las marquesinas no pudieron evitar que el agua se fuera filtrando en mis ropas. Despiadada y presta iba sintiendo como recorría mis cabellos y luego como una bestia fría se deslizaba por mi columna vertebral.
Cuando doblé la esquina de Santa Fe y Callao, recordé que el día antes había llevado al lavadero una muda de ropas que tenía para estas ocasiones, guardada en mi casillero del vestuario para mujeres.
Estaba en la puerta. Antes de seguir tastabillando en medio del chaparrón decidí entrar y ver como solucionar mi situación.
Una compañera cruzó corriendo el pasillo central de baldosas brillantes, dejando marcadas con agua sus pisadas.
Antes de llegar al vestuario resbalé sobre un charco que mi propio cuerpo destilaba. Desde aquel piso mojado observé indignada a mis compañeros, que asomados a la puerta de sus oficinas, reían estrepitosamente. No era burla, yo lo sabía, pero mi carácter ese día no era el mejor. Al levantarme ayudada por uno de ellos, volví a resbalar torciéndome el tobillo derecho, que crujió como si una rama seca se hubiese roto con el viento que estallaba afuera.
Me ayudaron a entrar y sentarme en una de las sillas del vestuario. Mis ropas lloraban lastimosas, salpicadas de algún misterioso líquido oscuro, dejando una mancha en el piso. Los zapatos habían tomado una rara forma de chalana antigua, cuyos tacos parecían remos.
Sentí mojados hasta mis propios pensamientos. Intenté levantarme, el dolor del tobillo me aquietó unos segundos. Insistí, arrastrándome contra la pared hasta alcanzar mi casillero. Al abrirlo solo encontré un buzo viejo y una pollera ajada y con dudosa higiene. Tomé las dos prendas y seguí hasta el baño. Me saqué mis prendas mojadas. ¡Todas! No había nada que no chorreara agua. Sin pensarlo me coloqué el viejo buzo y la ajada pollera.
Arrollé la ropa mojada y la dejé en el casillero. Acomodé mis pelos que aún vertían agua, traté de secarlos en el seca manos. A esa altura mi paciencia estaba a punto de colapsar.
Así, descalza, con un aspecto deplorable y el maquillaje corrido me acerqué a mi escritorio y encendí la PC.
Sentía que las miradas de mis compañeros caían sobre mí como rayos tibios.
Cuando abrí el programa para comenzar a programar, el sistema cayó. Escuché las quejas de todos. Sin dar importancia cambié de página y tomé mi propia Notbook. Abrí mi correo.
Los últimos mail leídos databan de tres días atrás. No recuerdo por que razón no había revisado mi bandeja esos días.
Una gota de agua que venía desde algún lugar del techo de la oficina, cayó justo sobre la pantalla del monitor. Recorrió la misma, descarada y sigilosa seguida de otra y otra, como si de pronto el monitor le hubiese dado un ataque de llanto al verme.
Sin acordarme de mi tobillo, me paré y arremetí contra el escritorio tratando de sacarlo del camino de aquellas gotas. Entonces sentí el dolor punzante que recorría no solo mi pie, sino hasta la ingle haciéndome doblar tomándome la pierna. Los demás se habían marchado al comedor. Olía desde mi escritorio el aroma del café caliente.
Mi actitud empecinada en que aquel era un día normal, seguía acuciándome. Respondía por costumbre o quizás porque no quería que el tiempo me estropeara ese día. Ni siquiera me daba cuenta de mi aspecto o de mi obstinación.
Al correr el escritorio la gota caía desconsolada al lado de mi silla formando un charquito y salpicando mi pie derecho.
Sequé con el brazo enfundado en mi buzo, la pantalla. Comencé a leer los mail. Uno me avisaba que era de vital importancia que el día lunes a las 12,30 horas estuviese en la oficina central de la empresa en Córdoba. Miré la fecha, ¡tres días atrás! Mi obstinación cambió a desesperación. Comprendía perfectamente que querían decirme cuando la orden “era de vital importancia”.
Sin seguir los pasos recomendados, apagué desconectando de la corriente la PC. Me levante de mi silla y salí casi saltando en un solo pie. Desde la puerta de la sala de trabajo, giré mirando mi oficina. Observé mi escritorio en el centro de la sala con su charco de agua rodeándolo y otra gota cayendo sobre una pila de carpetas. ¡No volví!
Desde mi casillero tomé mi bolso e hice caso omiso a mi ropa mojada, cerré y tambaleante salí a la calle.
El aguacero era pertinaz. El viento gélido. Los árboles se balanceaban peligrosos sobre mí.
No era necesario pensar en como me veía después de media cuadra de camino al subte de regreso a casa, de donde debería volver para dirigirme a la Terminal o al aeropuerto, a lo que me dejara llegar a tiempo a la reunión que me indicaba el mail.
Las palabras mojadas pidieron boleto para la línea B. Mi figura parecida mas a un fantasma que a una mujer que trabajaba en una oficina, atravesó la entrada a los vagones. Al ingresar al único lugar que me estaba esperando, un olor acre y sucio me tornó más hostil de lo que estaba. Mi estado anímico era tan deplorable como mi aspecto.
Al llegar a mi casa, parecía haber vuelto de una batalla.
Tiré mis prendas mojadas en el baño. Presurosa mientras terminaba de secarme, me vestí para el viaje. Rengueaba mientras caminaba descalza por la casa.
Busqué mis maletas puse lo necesario, conocía el itinerario de esos viajes. Miré mi pequeña máquina mientras la sacaba de mi bolso esperando que la lluvia no la hubiese estropeado. No me puse a revisarla, no había tiempo para eso.
Cuando llegue al cajón de mis zapatos sentí que era mejor, dado el frió reinante, llevar mis botas y calzado de vestir para la reunión.
Casi corría, el tiempo volaba, solo me quedaban 5 horas para llegar a destino. Llamé a la aerolínea, había un vuelo en 20 minutos. ¡Llegaría a tiempo!
Solo cuando me fui a calzar, me di cuenta que lo único que mi pie podía tolerar eran mis pantuflas. No tenía opción, ni tiempo. Llamé al remisero. La línea dio ocupado. Volví a insistir. La vos del otro lado me anuncio que en 5 minutos vendrían por mí.
Genial. Todo iba bien.
Mis pelos aún mojados y despeinados caían sobre mis hombros provocándome escalofríos.
Bajé por el ascensor. Dos minutos después el coche estaba en la puerta parado en doble fila, esperándome. Miré mis pies, no estaba dispuesta a viajar con mis pantuflas mojadas. Me las quité levanté el ruedo de mis pantalones y crucé por el agua helada que se recostaba a borbotones contra la acera.
Subí y me acomodé las mangas de los pantalones, sin ponerme mis pantuflas. El chofer me miró con curiosidad, le miré y dije lo único que diría en todo el viaje:
-Rápido al aeropuerto. Tenemos 10 minutos para llegar.
-¿Diez minutos?
Le respondí con la mirada, sentía que mis ojos estaban rojos y que estaban desmesuradamente abiertos mostrando su azul en todo su esplendor.
Hubo frenadas, chirridos y en algún momento le escuché decir que me pusiera el cinturón de seguridad.
Cuando le fui a pagar, mis manos heladas desparramaron mis documentos en mi falda y algunos cayeron sobre la alfombra mojada del coche.
Después de juntar mis papeles y guardarlos en desorden. Descendí y me dirigí a la ventanilla por mi pasaje. Solo había un lugar en aquel vuelo. Eran las diez.-¿A qué hora llegaríamos a Córdoba? –¡Una hora y media!- Al menos el día comenzaba a enderezar el rumbo a mi favor. Mi pie a punto de explotar, dolía. Pero yo debía ir por mi trabajo.
El avión se movió lento primero, luego planeó y se inscruptó en las nubes. Odiaba esos viajes con mal tiempo. Traté de dormir para no oír ni ver nada. La persona sentada a mi lado olía a cerveza y sudor.
Le miré de reojo, fastidiada.
El avión hizo un brusco movimiento que me acercó mas al desconocido y el hedor a sudor me invadió las fosas nasales perforando mis pulmones.
Cerré los ojos y me hice la idea de que viajaba en el mejor lugar de un jet de primer nivel, donde podía viajar y descansar tranquila. Mi pie dolía. Era lo que no me dejaba alejarme de este olor nauseabundo y rancio.
Casi dos horas después y con gran esfuerzo tomé el coche que me estaba esperando para llevarme a la empresa.
En vano traté de calzarme un par de zapatos decentes.
Entré a la oficina 10 minutos mas tarde de la hora prevista. Estaba todo el Consejo Directivo y mi jefe. Sus miradas cayeron en conjunto sobre mis pies, con aire de reproche primero y con pena después. No di explicaciones. Ya estaba allí ¿qué mas podían esperar?
Comenzó su disertación el jefe de Negocios venido de USA. Mi Ingles no era malo, pero el hombre era realmente bueno con el suyo. Hubo algún momento que el dolor de mi tobillo y su ingles distrajeron mi mente del hilo de su charla.
Terminada la reunión, quedaba bien claro que esa jornada, sería un constante ir y venir de una oficina a otra.
¡Me imaginé con un bastón!
Realmente fue así. El trajín fue constante. Gasté mas de la cuenta en autos de alquiler y bus para evitar caminar, que lo que me pagarían por concepto de viáticos de aquel día.
A las 18 cuando volví a la oficina para dejar mis trabajos en el escritorio del Jefe, este charlaba animosamente tomándole la cintura a la secretaria del representante en USA. Mi intromisión hizo que me reprendiera por tardar en traer las carpetas terminadas y casi me empujó fuera de la oficina.
Caminé lento, crucé los pasillos dirigiéndome a la salida. Cuando llegaba al tarjetero y marcaba la hora de salida, mi Jefe salió desde algún lado de las paredes, para decirme: -¡No has visto nada nena, ojo con quien hablas! Mañana a las 7 en punto te quiero en la oficina, ahora márchate, tienes un aspecto terrible.
No contesté. Un fuego extraño cruzó mi mente y recorrió mi estomago, subió a mis ojos y sentí como quemaba mis pestañas-¡maldito día!-murmuré.
Finalmente había cumplido con mi trabajo a pesar de todo.
El piso estaba húmedo aunque no llovía.
Mi hotel distaba solo dos cuadras de la oficina. Mi tobillo me martirizaba. El viento no tan fuerte me revolvía los cabellos cubriéndome el rostro y deslizándose luego por mis hombros como un abrazo tranquilizador.
No estaba acostumbrada a caminar con tacos bajos, de modo que mi cintura también parecía estar protestándome por hacerlo. Mi pantufla en el pie derecho estaba a punto de explotar.
Casi sin ánimo entré al primer comercio que encontré abierto. Por costumbre compré dos churrascos, un tomate y un litro de leche chocolatada. Después de pagar y cuando salía del comercio, tomé conciencia de que no volvía a mi casa, sino a un hotel y que no podría cocinar.
¡No me detuve!
Entré al hotel con la bolsa transparente portando mi compra. El conserje me miró y se fijó en ella-¡Por favor puede hacerme éstos con ensalada y llevarlos a mi habitación!-dije dejando la bolsa con el tomate y la carne sobre el mostrador y llevándome la caja con la leche.
Me abalancé sobre la puerta de la habitación y caí pesada sobre la cama.

Alguien llamó a la puerta. Me costó incorporarme y abrir. Allí el conserje portando una delicada bandeja, traía el plato que le había pedido. Me miró
-¿Se siente Ud. Bien señora?
-¿Qué hora es?-pregunté
-Las 24. Es la tercera vez que golpeo a su puerta señora. Realmente ¿Está Ud bien?
En silencio y con los parpados pesándome, tomé la bandeja y murmuré un -¡Gracias, ha sido muy amable!- casi inaudible. Cerré la puerta, dejé la bandeja sobre la mesa de luz, abrí la cama y caí en ella lentamente, sintiendo que mi tobillo tenía agujas atravesadas en todas direcciones. Acomodé mi cuerpo bajo las frazadas tibias.
Talvez mañana…
¡No!
No podía pensar.
No a esta hora.
Mañana
Mañana, tal vez mañana, despertara, en mi cama de pino, allá en Las Flores.

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