viernes, 20 de agosto de 2010

MI GUÍA.

(…donde el dolor se vuelve silencio, ahí está Él…)

El valle blanco acosaba la vista.
Los árboles cargados, descolgaban sus brazos cual albas cortinas de terciopelo.
Apoyada en mi cayado recorría el camino de nieve.
Mi traje de pieles se ajustaba a mí, protegiéndome del frío, de la cabeza a los pies.
Mi corazón galopaba en los campos del estío. Feliz. Sentía que una nube bajada del cielo y desbordaba sobre el valle de pinos de sur a norte, de este a oeste, todo lo que mi corazón tenía.
Más arriba las montañas blancas me saludaban detrás de las nubes que pasaban lamiendo sus picos suavemente.
A mi lado, mi guía. Ávido como yo, de libertad, buscaba junto a mí su morada.
Caminaba lento, su patas hundiéndose en la nieve, su costal pegado a mi pierna derecha. La mirada aguzando el terreno blanco.
Sus ojos azules adivinaban cada paso, divisaban la figura de sus pares.
No le temía.
Sin preámbulos, en alguna parte de la historia de ambos, se cruzaron nuestros caminos. Nos confundimos en un abrazo de miradas agudas, nos aprendimos, nos comenzamos a amar en los profundos silencios de la nieve.
Yo le prometí proteger su existencia y él me prometió cuidar mis pasos en la vida.
No nos pusimos nombres. Creo que la amistad, la cercanía nos dio todo lo que precisamos para saber cuando nos llamábamos.
Yo aprendí el silencio mientras él aullaba a su manada. El aprendió mi soledad cuando el frío congelaba en mis mejillas las lágrimas. Ese era todo nuestro idioma. No hacia falta nada más.
Hacía demasiado tiempo que la soledad viajaba a nuestro lado. Creo que estaba tan blanca como todo el paisaje donde viajábamos.
En un pequeño lago semi helado de la vera de aquel paisaje, donde el destino nos empujaba, me acerqué a beber algo de agua. El espejo frío me devolvió una imagen encapuchada con pieles blancas, que cubría los cabellos y casi todo el semblante. Los labios se veían resecos agrietados por el frío. Los ojos habían cambiado la mirada de una tristeza profunda, a una paz que calaba hasta los huesos del alma.
Sonreí. La imagen me devolvió la sonrisa de diente blancos y labios heridos. Dos cristales salados, cayeron al agua y se mezclaron con el hielo. La imagen aún así no estaba triste.
Junto a ella, estaba él viéndose, viéndome.
En silencio.
Su mirada azul, detrás de su pelaje blanco estaba calma, mas calma y en paz que cualquier día.
Me sentí tentada a tocar ese rostro en el espejo helado. Cuando lo hice, ésta se quebró en mil pedazos y los cristales salados se hundieron hasta el fondo del pequeño lago.
Cuando las aguas se aquietaron, el asombro se pintaba en la imagen, pero él seguía paciente mirándola tranquilo y tiernamente. Talvez pensando en sacarla del agua de un tirón.
Era un camino de hielo blanco, como su pelo y los copos que caían sobre mis espaldas. Ambos resistíamos el lento pero tesonero caminar. Era importante la meta. Era importante seguir la huella sin marcas que el destino deja delante de cualquier ser que transita por la vida.

La mañana estaba luminosa. Desperté algo entumecida dentro de la cueva que nos sirvió de refugio aquella noche. Mi cabeza como siempre apoyada en el piso enfundada en la capucha de piel y mis pies bajo el cuerpo tibio de mi compañero de viaje. El parecía no sentir el rigor del frío. Sólo esperaba ansioso llegar a lo alto de las cimas y reencontrar a su manada.
Mientras me movía tratando de enderezarme, me miró con sus ojos azules. Me interrogó seguro, sobre nuestra tarea del día.
Se levantó estiró su cuerpo blanco, volvió a mirarme y saltó fuera del refugio. Atiné a encender un pequeño fuego para hacer alguna comida. Sabia que él vendría con alguna presa entre sus dientes.
Un ruido, como de un trueno cercano, me alertó los sentidos dejándome tiesa por unos segundos.
Me acerqué a la tosca puerta mirando en derredor.
Como un eco, nuevamente escuche otro sonido como el anterior.
Salí a medias del refugio, no estaba por llover. Contrario a eso, el día era soleado y un cielo azul se mostraba radiante ya desde el naciente.
Desde el techo del refugio metido en el costal de la alta montaña, gotas rojas cayeron sobre mis manos apoyadas en el umbral.
Salté fuera mirando hacia el techo del montículo. El me miraba con un pichón de pato salvaje entre sus diente. Desde lo alto, sus ojos azules comenzaban a apagarse lentamente, mientras de su pecho blanco burbujas rojas salpicaban la nieve.
Dejó caer el pichón y lentamente fue cayendo sobre el piso nevado.
Corrí a su lado.
La herida cruzaba su garganta de lado a lado. Encima de su lomo una herida expulsaba las últimas gotas de sangre de su cuerpo.
Me arrodillé a su lado. Nuestros ojos se vieron. Cada uno emprendió el viaje en las profundidades del túnel de cada mirada.
Su última mirada, se clavó en mi pecho como una flecha afilada de acero ardiente. Mis manos se tornaron rojas. Sobre el blanco pelaje la nieve comenzó a cubrir de copos aquel traje sin vida.
Di mis últimas caricias. Mis ojos se clavaron en el horizonte sin ver nada más que cristales rotos, deslizándose por mi semblante.
Una mano enguantada en cuero negro, tocó mi hombro. Su dueño portaba un arma larga y su mirada era de satisfacción y orgullo.
-No tema-dijo-¡Ya no le podrá hacer daño! Es un lindo ejemplar, casi de los últimos lobos blancos en extinción, suelen ser agresivos y malvados. Tiene una buena piel. Me darán unos cuantos dólares por ella. ¿Necesita ayuda?
-¡Máteme!-dije apenas en un susurro in entendible.
-¿Está Ud. Enferma? Le llevaré al pueblo más cercano. Deberá caminar hasta mi trineo.
El dolor se clavó en mi pecho tan de repente, quebrando con tanta agudeza mis sentimientos, que las palabras huyeron de mi boca abierta. Solo un aullido, un grito de angustia desesperado. Un aullido que se fue rompiendo el hielo, surcando las montañas y la nieve, como una llamarada.
Desde algún lado otro aullido, otro y otro aún mas cerca, respondió.
Estaba de rodillas ante mi guía.
Gotas de cristal colmaban mis ojos y resbalan hasta cubrirlo como un manto transparente.
Me sentí inmensamente sola, abandonada a la nada, sin el corazón latiendo en el pecho. Parecía que aquel balazo no hubiese arrancado solo un corazón de lobo, sino también el mío.
Así de rodillas me incliné hasta su cuerpo ya casi frío, mi cuerpo conmovido, doliendo el pecho.
Mi garganta quiso gritar, pero el silencio cerró su paso ahogando el grito. Solo los ojos podían hablar ahora, escribiendo una historia de amigos inseparables con letras saladas sobre un montículo en medio de la nieve, al pie de la gran montaña.
El dueño de la mano enguantada, dejo caer unas sogas a mi lado. Quiso atar a mi amigo de sus patas. Sentí que mis facciones se endurecían y mi boca mostraba dientes. Sentí dolor.
Una mueca de llanto se dibujó en mi rostro sin poder emitir sonido alguno.
El hombre me empujó a un costado. Rodé a un lado, la respiración agitada. Me incliné en cuatro patas como una fiera a punto de atacar y vi que sus ojos se fijaron en los míos.
-¿Qué diablo eres? ¿Un indígena? Me llevaré mi presa, vete, ya no te acercaré al pueblo, ¡vete!
Caí sobre él casi sin saber como, mis manos rojas hechas garras heladas.
Con un solo empujón rodé nuevamente al helado piso. Le vi levantar su arma apuntándome al pecho.
Cerré los ojos, lentamente desprendí mi chaqueta de piel cubierta de nieve. Volví a abrir los ojos y desde mi niebla de dolor, extendí mis brazos esperando escuchar aquel sonido que se llevó a mi guía.
Cuando los cerraba lentamente mientras el sol me daba su tibieza, sentí unos hocicos fríos recorrer mi frente, con pequeños aullidos. Me lamían la frente. Patas heladas apretaban mi pecho. Ojos azules me miraban profundamente. El sol calentaba mi pecho cubierto de angustia, dolor y sangre.
Volví lentamente la cabeza y vi un arma cerca de mí. Un poco más lejos despojos de algo de color rojo profundo.
Un lobo blanco se acercó a mi lamió mi rostro, enfocó sus ojos con los míos y supe.
Ya no estaba aquí. Acababa de abandonar el camino oscuro del egoísmo y la traición. Ellos estaban conmigo. Mi guía vendría quizás más tarde, cuando su mirada se encendiera nuevamente.
El sueño me llenó los cuencos de los ojos, desbordándolos.
El sol se apuró detrás de una nube, dejando la sombra helada de la soledad cubriendo la que fue mi casa.
Dos pasos más adelante él me esperaba.
Le miré a los ojos, sonreí.
Ahí estábamos. En el lugar de los sueños, en el lugar que juntos buscábamos afanosamente, desde hacia tantos años.
Nuestros ojos se hundieron en túneles azules y negros, juntos viéndonos profundamente nos dijimos lo que nadie pudo oír. Solo el silencio continuó a nuestro lado.
El se apoyó en mi pierna derecha como siempre y yo en mi cayado.
Caminamos nuevamente.
El sol nos vio por un segundo y volvió tras su nube.
Una manada nos seguía.
La tierra seguía cubierta con su manto blanco, como siempre.
A lo lejos, un arroyo blanco y cerca de él un pequeño lago reflejaba la imagen de una mujer y su Guía blanco.
Las nubes surcaban el cielo empujadas por una brisa ligera.
Colina abajo, una mujer y un lobo blanco dormían juntos sobre la nieve, a unos metros un hombre destrozado, estaba profundamente dormido con sus manos con negros guantes de cuero y su cuerpo hecho jirones.
Bajé mis ojos hasta los suyos y él elevó su mirada hasta los míos.
Ahí estábamos, recorriendo aquel lugar, en aquel tiempo…

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